La irrupción de la neurociencia cognitiva

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Y ahora cabe preguntarse: ¿por qué la neurociencia? ¿Acaso no pueden la economía y la psicología, con un poco más de tiempo y trabajando juntas, encontrar esas respuestas? Es cierto que «dos cabezas piensan mejor que una», pero, en este caso, como en otros muchos, se requieren más de dos. Para ilustrar la idea de la colaboración multidisciplinar se suele poner como ejemplo la llegada del hombre a la Luna. El proyecto Apolo 11 nunca hubiese llegado a buen puerto si en él únicamente hubieran participado astronautas: se precisó el trabajo de ingenieros que diseñaran vehículos y equipos espaciales, así como sistemas de comunicación a distancia; de informáticos que desarrollaran sistemas de monitoreo de la información e interpretación de datos; o de físicos y matemáticos que abordaran las relaciones matemáticas y la composición de materiales y su interrelación, entre otras cuestiones. Todos ellos fueron imprescindibles.

Aunque no entremos a exponer con detalle la historia de la neurociencia, sí nos gustaría destacar algunos hitos relevantes que creemos ayudarán a hacer más comprensible la explicación. Cuando hablamos aquí de neurociencia, nos estamos refiriendo a la neurociencia cognitiva. A pesar de que este término fue acuñado a finales de la década de 1970 por los psicólogos George A. Miller y Michael Gazzaniga, anteriormente ya se habían realizado estudios con el fin de intentar conectar áreas cerebrales con sus funciones. El más famoso es el del caso de Phineas Gage, uno de los primeros ejemplos conocidos de cambios físicos en el cerebro que provocan modificaciones en las capacidades cognitivas (manera de comportarse) y psicológicas (manera de ser) de una persona. Phineas era un obrero de la línea de ferrocarriles que en 1848 sufrió un accidente laboral: una barra de metal le atravesó el cráneo y lo dejó sin gran parte del lóbulo frontal (véase la figura 5). Milagrosamente salvó la vida, pero aunque sus funciones cerebrales parecían haberse restablecido, su personalidad no volvió a ser la misma: la persona prudente y sensata, de trato cordial, que era antes se convirtió en otra con mal genio, que no filtraba sus respuestas emocionales (insultos) y era incapaz de hacer planes a largo plazo. Este caso sentó las bases biológicas sobre las que se desarrollan determinados procesos psicológicos; en otras palabras, se pudo detectar qué áreas del cerebro se ocupan de ciertos aspectos de la conducta, como la toma de decisiones o la gestión de las emociones. En el caso de Gage, el área afectada fue el lóbulo frontal, responsable de fijar metas a largo plazo, de predecir las consecuencias de los actos propios o de renunciar a recompensas inmediatas a cambio de futuras ganancias, todas ellas funciones que se deterioraron a consecuencia del accidente.

Figura 5: El estudio de las bases biológicas de la conducta. En la imagen superior, se ilustra la trayectoria de la barra de metal que atravesó el cráneo a Phineas Gage. En la inferior, Gage tras el accidente, con la barra en la mano.

Dos factores ayudaron a avanzar en este campo: por un lado, se combinó el interés por el planteamiento neurológico y el planteamiento psicológico (estados mentales o emociones), y por el otro, se desarrolló, en la década de 1960, la teoría de detección de señales, de David Green y John Swets, que revolucionó el estudio fisiológico de los fenómenos cognitivos al relacionar la actividad neuronal directamente con el comportamiento humano. No obstante, lo que pretende la neurociencia no es únicamente ver en coloreados mapas del cerebro en 3D qué áreas cerebrales se activan durante la realización de diferentes tareas, sino entender qué tareas cumplen las distintas partes del cerebro, cómo interactúan entre ellas creando «circuitos neuronales» para realizar dichas funciones y cómo, actuando en conjunto, resuelven los problemas que se presentan.

Como seguramente todo el mundo imaginará, la mayoría de los estudios que se llevaron a cabo se centraron en personas con lesiones cerebrales. No obstante, gracias al progreso de las técnicas de neuroimagen, sobre todo a partir de 1990 con el desarrollo de la resonancia magnética funcional (RMf), se ha podido empezar a profundizar en el estudio del cerebro. Se trata de técnicas de medición directa y rápida que muestran cómo las áreas cerebrales se van «iluminando». Algunas de esas técnicas, como la RMf o la electroencefalografía (EEG), al tratarse de métodos no invasivos, han permitido estudiar el cerebro mientras los voluntarios, no necesariamente con daños cerebrales, realizan tareas cognitivas. Se han logrado avances, por ejemplo, en el conocimiento de las emociones y los sentimientos y sus bases en el cerebro. Respecto a este tema destacamos el trabajo del neurólogo portugués António Damásio sobre la emoción y la toma de decisiones, y su libro El error de Descartes: la razón, la emoción y el cerebro humano, que resalta la idea de que las emociones forman parte de los procesos racionales y, por ende, son imprescindibles en nuestras decisiones. Damásio analiza la importancia de los marcadores somáticos (MS) en el control de los procesos cognitivos y la toma de decisiones. Identifica los MS con señales corporales aprendidas (si son negativas, el MS modificará el curso de la acción, mientras que si son positivas favorecerá la elección) que contribuyen a optimizar nuestro razonamiento y nuestras decisiones. De modo que la emoción que se produce en la amígdala se guarda como recuerdo emocional en el hipocampo y envía un mensaje al hipotálamo para que ponga en marcha el MS, el cual envía una información capaz de modular las diferentes posibilidades, opciones o señales que tiene la corteza orbitofronal, antes de tomar la decisión. Todos estos avances han llevado a un incremento exponencial de las investigaciones en este campo, así como fuera de él. Algunas disciplinas nuevas, como la neuroeconomía o el neuromanagement, están usando estas herramientas como forma de medir la actividad cerebral mientras las personas realizan funciones cognitivas.

Por consiguiente, la fusión de neurociencia y psicología, así como la mejora de las técnicas de estudio del cerebro, han permitido que la neurociencia cognitiva se desarrolle. Esta disciplina, que combina la psicología cognitiva y la neuropsicología, ayuda a estudiar las bases biológicas de la cognición humana, es decir, a comprender los procesos cognitivos (respuestas que damos) y las estructuras cerebrales sobre las que se asientan dichos procesos. En definitiva, investiga las relaciones entre el cerebro y el comportamiento.

Llegados a este punto, sería lógico preguntarnos: ¿por qué no se ha hecho antes? Visto a posteriori, la pregunta tiene mucho sentido, pues al final es con nuestro cerebro con lo que tomamos las decisiones. Sin embargo, estudiar esa «caja negra» o, como lo han llamado algunos, «la máquina más compleja del mundo», no ha sido posible hasta hace bien poco debido a la falta de la tecnología adecuada. Ahora que este problema empieza a resolverse, se abren las puertas a muchas vías de investigación. Como cualquier otra ciencia, esta ha necesitado tiempo para evolucionar: el cerebro sigue siendo un gran misterio que espera ser desentrañado o, mejor dicho, comprendido, pero está claro que si se combina información proveniente de distintas ramas, siempre y cuando entre ellas exista una interrelación y esta tenga razón de ser, el conocimiento resultante es mucho más sólido. Y por fin llegamos al nacimiento de lo que hoy en día se conoce como «neuroeconomía».

A finales de la década de 1990 y principios del siglo xxi, la economía, la neurociencia y la psicología unieron fuerzas para crear un nuevo campo de estudio dedicado a la toma de decisiones económicas. Aunque la primera reunión, organizada por los economistas Colin Camerer y George Loewenstein, se celebró en 1997 en la Universidad Carnegie-Mellon, hasta el año 2003 no se llegaría a un punto de inflexión. A partir de entonces, este grupo de economistas, neurólogos y psicólogos empezaron a trazar la convergencia entre sus respectivos campos, formaron la Society for NeuroEconomics y comenzaron a llamarse «neuroeconomistas».

Algunas de sus primeras investigaciones ayudaron a confirmar las teorías existentes usando la resonancia magnética funcional. En el estudio llevado a cabo por Hans Breiter, Itzhak Aharon, Daniel Kahneman, Anders Dale y Peter Shizgal (2001), se muestra que la activación en el núcleo estriado ventral apoya las predicciones de valoraciones subjetivas propuestas en la teoría prospectiva de Kahneman y Tversky. Otros, como el de Alan Sanfey, James Rilling, Jessica Aronson, Leigh Nystrom y Jonathan Cohen (2003), también mediante resonancia magnética funcional, pero esta vez con el juego del ultimátum, concluyen que las ofertas injustas provocan actividad en áreas cerebrales relacionadas con la emoción (ínsula anterior) y la cognición (corteza prefrontal dorsolateral). Esto se debe a que el objetivo cognitivo de ganar dinero entra en conflicto con el objetivo emocional de no aceptar una oferta injusta. Además, sugieren que la emoción tiene un papel importante en la decisión cuando se trata de rechazar ofertas injustas, ya que estas reacciones emocionales negativas pueden prevalecer y dar como resultado tasas de rechazo más altas, pues la actividad de la ínsula anterior es significativamente mayor. Esta área cerebral se ha relacionado con la sensación de enfado, ira y asco. Sin embargo, Erte Xiao y Daniel Houser, en 2005, encontraron que dichas tasas de rechazo disminuían si aquellas personas sobre las que recaía la decisión de aceptar o rechazar la oferta podían expresar sus emociones directamente a quienes realizaban la oferta.

El resto de los artículos han intentado precisar mejor los trabajos anteriores. Veamos algunos ejemplos: Daria Knoch, Álvaro Pascual-Leone, Kaspar Meyer, Valerie Treyer y Ernst Fehr (2006) exponen que mediante la estimulación magnética transcraneal de la corteza prefrontal dorsolateral derecha —pero no la izquierda— se reduce la predisposición de los participantes a rechazar las ofertas injustas de sus parejas. Aunque estos podían identificar dichas ofertas como injustas, eran menos capaces de resistir la tentación económica de aceptarlas. Lo que sugieren estos autores es que la corteza prefrontal dorsolateral derecha desempeña un papel clave en la implementación de conductas relacionadas con la imparcialidad.

En 2003, Paul Glimcher aboga, en su libro Decisions, uncertainty, and the brain: The science of neuroeconomics, por el uso de la economía y sus modelos teóricos para comprender las funciones cognitivas. Sugiere utilizar la teoría de juegos y algunos planteamientos económicos clásicos para vincular la actividad cerebral con el comportamiento dirigido a objetivos. Dos años más tarde, en 2005, Colin Camerer, George Loewenstein y Drazen Prelec escribieron Neuroeconomics: how neuroscience can inform economics, pero esta vez, en lugar de utilizar la economía para explicar aspectos neurocientíficos como hizo Glimcher, proponen servirse de la neurociencia para explicar la economía. Al final, lo que plantean los autores de estos dos trabajos, desde distintos puntos de vista, es que la economía y la neurociencia trabajen juntas para lograr los resultados que en el mundo de las negociaciones se conocen como estrategias win-win (‘ganar-ganar’), ya que ambas disciplinas pueden aprender mucho la una de la otra.

Las siguientes publicaciones en medios científicos ayudaron a delimitar con más precisión qué se entendía por neuroeconomía. Siguiendo la definición dada por David Laibson, la neuroeconomía es el estudio de los microfundamentos biológicos de la cognición económica, entendiendo por microfundamentos biológicos los sistemas cerebrales, las neuronas, los genes y los neurotransmisores, y por cognición económica, la actividad cognitiva asociada a percepciones, creencias, emociones, expectativas, preferencias, aprendizaje, toma de decisiones y comportamiento. Finalmente, la Society for NeuroEconomics, cuyo primer congreso anual se celebró en 2005 en Carolina del Sur, habla de la neuroeconomía como la combinación de modelos económicos con el estudio psicológico de las influencias sociales y emocionales que afectan a la toma de decisiones, utilizando técnicas propias de la neurociencia que permiten observar los mecanismos neuronales que hay detrás de dicha toma de decisiones.

Gracias a la creación y el perfeccionamiento durante los últimos años de las técnicas neurocientíficas, la neuroeconomía ya no solo emplea en sus estudios la resonancia magnética funcional, sino que también utiliza la electroencefalografía o la estimulación magnética transcraneal. Esto ha facilitado el aumento de las publicaciones sobre este tema. Sin embargo, a pesar de que la investigación en este campo es prolífica (véase la figura 6), sus resultados siguen generando escepticismo.

Figura 6: Número de artículos por año publicados en el campo de la neuroeconomía. Fuente: Scopus.

Una de las principales críticas que se hace a la investigación en neuroeconomía es la dificultad que tiene para validar sus datos empíricos. Aunque las técnicas de neuroimagen nos permiten registrar la actividad cerebral mientras se procesan los estímulos y se toman las decisiones, es cierto que estas técnicas todavía presentan inconvenientes. Uno de los principales es que no pueden aplicarse en entornos «naturales», donde las personas toman decisiones económicas con implicaciones reales (estudios de campo), motivo por el cual los experimentos se llevan a cabo en entornos controlados (laboratorios). Y, a pesar de que de los resultados obtenidos en el laboratorio es posible extraer conclusiones, hay que hacerlo con cautela.

La neuroeconomía se esfuerza por superar este obstáculo mediante la validación de sus conclusiones a través de recompensas monetarias en los juegos conductuales de los que se sirve como protocolo, para que las decisiones que toman los participantes tengan consecuencias reales. Por otro lado, intenta utilizar paradigmas y juegos cada vez más elaborados con la finalidad de seguir entendiendo los procesos que subyacen en la toma de decisiones económicas. Y siempre con vistas a que en el futuro se puedan probar las hipótesis de laboratorio en la «vida real», lo que no se logrará sin la colaboración de expertos científicos provenientes de diferentes ramas del conocimiento.

Las variables biológicas pueden ayudarnos a comprender mejor el comportamiento humano, al igual que un método neurocientífico es útil para verificar y perfeccionar los modelos teóricos económicos.

El cerebro es tremendamente complejo y entender cómo funciona supone todo un desafío. Los avances se irán produciendo con el tiempo, por lo que hay que tener paciencia. Siguiendo el ejemplo que hemos puesto antes, en el año 1850 nadie pensaba que sería posible viajar a la Luna. Cien años después, los vuelos espaciales comenzaron a hacerse realidad. Confiemos en que, gracias a la velocidad con la que se producen los adelantos tecnológicos y científicos hoy en día, no sea necesario esperar tanto para llegar a entender un poco mejor cómo funciona nuestro cerebro cuando tomamos decisiones económicas.

Para ilustrar lo que representa la neuroeconomía, hemos realizado un dibujo en el que, mediante la ya conocida idea del iceberg, se muestra la relación entre sus tres disciplinas (véase la figura 7).

Figura 7: Neuroeconomía. La combinación de neurociencia, psicología y economía.

La punta del iceberg, o la parte que el ojo humano puede ver, está formada por las decisiones que tomamos, campo explorado por la economía durante mucho tiempo. El resto del iceberg, es decir, la parte sumergida en el agua, es todo lo que la psicología y la neurociencia están aportando al entendimiento de la toma de decisiones económicas. En algunos huecos vemos una interrogación porque aún queda mucho por descubrir y más aún por comprender.

La emoción, ¿actor principal o secundario?

¡Cuántas veces hemos oído la pregunta «¿Piensas con la cabeza o con el corazón?»! Ya desde Platón, la razón y la emoción se veían como dos caras de una misma moneda compitiendo por «quedar boca arriba». Se consideraba que las decisiones eran o completamente racionales o totalmente emocionales, y que no podían ser una combinación de ambas características. Afortunadamente, hoy esta idea es cosa del pasado.

En la actualidad se acepta plenamente la premisa de que la emoción está presente en la toma de decisiones. Y la economía no es una excepción, pues la mayoría de los expertos en este campo señalan que la emoción desempeña un papel relevante en la toma de decisiones de tipo económico. No obstante, antes de abordar el peso de la emoción en el tema que nos ocupa, debemos formularnos la siguiente pregunta: ¿qué es la emoción? Definir la emoción no es tarea sencilla, pues se trata de un concepto abstracto. Las emociones provocan reacciones, respuestas fisiológicas como consecuencia de circunstancias externas o internas a la persona, que a su vez generan acciones, de aproximación o evitación, las cuales influyen en la toma de la decisión. Como veremos en este capítulo, la emoción produce una activación del sistema nervioso simpático —encargado de la inervación de los músculos lisos, el músculo cardíaco y las glándulas del organismo, así como de controlar gran parte del organismo en situación de estrés, peligro y/o miedo—, que da lugar a un aumento de las respuestas fisiológicas, principalmente un aumento de la frecuencia cardíaca, la presión arterial, la sudoración, la respuesta dérmica, la liberación de hormonas como la adrenalina o el cortisol y la actividad muscular. Pero ¿por qué interesa tanto a la economía estudiar las emociones?

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