El principio de Peter

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El principio de Peter

Demasiada universidad y poca guardería.

El elevado CI y la experiencia técnica pueden tener un efecto paradójico entre las personas más prometedoras que terminan fracasando. En este sentido, un estudio realizado con jefes que habían tenido cierto éxito y habían acabado fracasando determinó que, en su mayor parte, eran técnicamente brillantes, destacando también el hecho de que sus habilidades técnicas habían sido precisamente la causa determinante de su ascenso a un puesto directivo. Pero, no obstante, una vez que habían alcanzado esta posición, su misma experiencia técnica acababa convirtiéndose en un lastre porque su arrogancia resultaba ofensiva para sus compañeros, al tiempo que le llevaba a ejercer un control opresivo sobre sus subordinados.

Ésta es una aplicación del » principio de Peter » — que afirma que la gente se ve promocionada hasta su nivel de incompetencia — al mundo laboral. Porque el hecho de que la persona que asciende a causa de sus conocimientos técnicos se encuentra súbitamente en la situación, nueva para él, de tener que dirigir a otras personas, es algo que explica por qué el entorno laboral se halla tan saturado de malos jefes.

El principio de Peter nos permite explicar por qué tanta gente desconsiderada o, dicho de otro modo, interpersonalmente inepta, ocupa tantos puestos directivos en las empresas de todo el mundo. El error consiste en asumir que las capacidades singulares de una persona necesariamente deben ir acompañadas de una adecuada capacidad de liderazgo.

Manual de Inteligencia Emocional

EL DOMINIO DE UNO MISMO

La fuente de la sensación visceral.

La capacidad de percibir este tipo de sensaciones subjetivas tiene un origen evolutivo. Las regiones cerebrales implicadas en las sensaciones viscerales son mucho más antiguas que las delgadas capas del neocórtex, el centro del pensamiento racional que se halla situado en la parte superior del cerebro. Los presentimientos, por su parte, se asientan en una región mucho más profunda, en los centros emocionales que rodean el tallo cerebral y, más en particular, en la anatomía y ramificaciones nerviosas de una estructura en forma de almendra denominada » amígdala «. Esta red de conexiones —a la que a veces se la conoce con el nombre de «amígdala extendida»— llega hasta el centro ejecutivo del cerebro situado en los lóbulos prefrontales.

El cerebro almacena los diferentes aspectos de una experiencia en distintas regiones cerebrales (la fuente de la memoria está codificada en una zona, las imágenes en otra, los sonidos en una tercera etcétera) y la amígdala, por su parte, es el lugar en el que se almacenan las emociones que nos suscita una determinada experiencia. De este modo, toda experiencia que haya despertado en nosotros una determinada reacción emocional —por más sutil que ésta sea— parece quedar codificada en la amígdala.

Así pues, en tanto que almacén de todos los sentimientos ligados a nuestras experiencias, la amígdala nos bombardea de continuo con este tipo de información, de modo que, siempre que aparezca alguna preferencia —ya sea la de pedir risotto en lugar de lubina o la sensación de que debemos renunciar a participar en un negocio—, nos hallamos invariablemente ante un mensaje de la amígdala. Del mismo modo, los circuitos nerviosos ligados a la amígdala — especialmente los nervios conectados con las vísceras— nos proporcionan una respuesta somática —una «sensación visceral»— de la decisión que debemos tomar.

Como ocurre con el resto de los elementos de la inteligencia emocional, esta capacidad va consolidándose a medida que acumulamos nuevas experiencias. Como decía un empresario de éxito que participaba en una investigación realizada en la Universidad de California del Sur: « Hay personas que tienen esa sensación cenestésica… Y creo que los jóvenes tienen menos intuiciones que los adultos debido a su menor acumulo de experiencias… Es como si su estómago les dijera algo y se produjese una reacción química en el cuerpo, espoleada por la mente, que tensase los músculos de la región abdominal, como si su estómago dijera: «Hummm, esto no me parece bien»».

La expresión clásicamente utilizada para referirse a este tipo de sensibilidad que nos orienta es la de sabiduría y, como podremos comprobar, la gente que ignora o desdeña los mensajes procedentes de este almacén vital suele terminar lamentándolo.

El poder de la intuición: los primeros treinta segundos.

Las personas encargadas de conceder créditos deben ser capaces de percibir si algo no funciona adecuadamente a pesar de que las cifras que manejen parezcan absolutamente correctas; los ejecutivos, por su parte, tienen que decidir si un nuevo producto merece la inversión de tiempo y de dinero que parece requerir; hay quienes se ven obligados a decidir entre los posibles candidatos a un puesto de trabajo, seleccionando a aquéllos que parezcan más compatibles para integrar un determinado equipo. En cualquiera de estos casos, la decisión deberá tener en cuenta la sensación intuitiva de lo que es adecuado y lo que no lo es.

De hecho, entre los tres mil ejecutivos que participaron en un estudio sobre el proceso de toma de decisiones, quienes se hallaban en los niveles más elevados eran también los que más se servían de la intuición para adoptar una decisión. Como dijo un empresario de éxito: « una decisión intuitiva no es más que un análisis lógico efectuado a nivel inconsciente… en el que, de algún modo, el cerebro calibra todas las posibilidades hasta dar con una decisión ponderada que nos permite determinar la acción más correcta ».

En el entorno laboral, la intuición desempeña un papel fundamental. En este sentido, Bjorn Johansson, director de una empresa especializada en conectar a ejecutivos del más alto nivel con empresas multinacionales, indicaba: «Este negocio es intuición desde la «a» hasta la «zeta». Primero tenemos que evaluar la química de una empresa, sopesar las expectativas y cualidades personales de los directores generales, el clima interpersonal que fomenta y la «política» de la organización. Tenemos que comprender cómo funcionan los diferentes equipos de trabajo y cómo se relacionan entre sí, porque cada empresa posee lo que podríamos definir como un «aroma» característico, una cualidad distintiva que es posible llegar a percibir».

Una vez que Johansson identifica este «aroma», procede a valorar a los posibles candidatos. Y la decisión final es francamente intuitiva: «A los treinta segundos del inicio de la entrevista, sé si la química del candidato se ajusta a la de mi cliente. Obviamente, también debo tener en cuenta su carrera profesional, sus referencias y otras cuestiones similares. Pero el hecho es que, si no franquea la primera barrera impuesta por la sensación intuitiva, no me preocupo en seguir adelante pero, por el contrario, ¡si mi cerebro, mi corazón y mi estómago, me dicen que ésa es la persona adecuada, es a ella a quien acabaré recomendando».

Y todo esto se ajusta perfectamente a las conclusiones de las investigaciones realizadas en Harvard, según las cuales las personas pueden experimentar intuitivamente, en los primeros
treinta segundos de un encuentro, la impresión básica que tendrán a los quince minutos… o al cabo de medio año. Cuando la gente, por ejemplo, contemplaba fragmentos de sólo treinta segundos de duración de conferencias de diferentes profesores, eran capaces de evaluar su destreza con una exactitud aproximada del 80%.»

Esta sensibilidad intuitiva instantánea podría ser el vestigio de un primitivo y esencial sistema de alarma cuya función consistía en advertirnos del peligro y que sigue perviviendo actualmente en sentimientos tales como la aprensión. En opinión de Gavin de Becker, especialista en sistemas de protección de personajes famosos, « la aprensión es el legado del miedo » , una especie de radar que nos permite localizar el peligro advirtiéndonos, a través de una sensación primordial, de que algo «no funciona adecuadamente» .

La intuición y las sensaciones viscerales constituyen un índice de nuestra capacidad para captar los mensajes procedentes del almacén interno de recuerdos emocionales, nuestro patrimonio personal de sabiduría y sensatez, una habilidad que se asienta en la conciencia de uno mismo, una facultad clave en tres competencias emocionales:

Conciencia emocional: La capacidad de reconocer el modo en que nuestras emociones afectan a nuestras acciones y la capacidad de utilizar nuestros valores como guía en el proceso de toma de decisiones. Valoración adecuada de uno mismo: El reconocimiento sincero de nuestros puntos fuertes y de nuestras debilidades, la visión clara de los puntos que debemos fortalecer y la capacidad de aprender de la experiencia. Confianza en uno mismo: El coraje que se deriva de la certeza en nuestras capacidades, valores y objetivos.

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