Los innovadores

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Los innovadores

En cierta ocasión, Levi Strauss, el importante fabricante de ropa, tuvo que resolver un problema que implicaba a dos talleres de costura de Bangladesh que empleaban a niños menores de edad. Los activistas de los derechos humanos les habían presionado para que prohibieran el uso de mano de obra infantil, pero los asesores enviados por la empresa descubrieron que si los niños dejaban de trabajar corrían el peligro de caer en la miseria y acabar prostituyéndose. ¿Cuál era, en tal caso, la decisión más adecuada, adoptar una medida ejemplar contra la explotación infantil y despedirlos o mantenerlos en su puesto, librándoles así de un destino mucho peor?La imaginativa solución que se dio a este dilema fue ¡ninguna! Porque Levi Strauss decidió mantener a los pequeños en nómina, pero obligándoles a ir a la escuela hasta cumplir los catorce años —la mayoría de edad legal propia de ese país— y luego volver a contratarlos.
Esta solución innovadora nos proporciona un ejemplo de pensamiento creativo de las multinacionales que no descuidan su responsabilidad social. Pero, para llegar a una solución tan original, hace falta permanecer abierto a ideas que, a primera vista, pueden parecer demasiado radicales o arriesgadas y poseer, además, el valor necesario para llevarlas a la práctica.
Las personas laboralmente innovadoras se encuentran a gusto con la originalidad y la creatividad, una competencia que les hace capaces de aplicar las nuevas ideas. La gente dotada de esta cualidad es capaz de identificar rápidamente las cuestiones clave y de simplificar problemas que parecen muy complejos. Pero lo más importante de todo es que pueden descubrir conexiones y pautas nuevas que los demás solemos descuidar.

La gente que carece del don de la innovación, por el contrario, adolece de una visión de conjunto y se pierde en los detalles y, en consecuencia, afronta los problemas complejos con una lentitud a veces exasperante. Su miedo al riesgo les hace huir de las novedades y, de este modo, cuando tratan de aportar alguna solución, no suelen comprender que lo que funcionaba en el pasado no siempre es la respuesta más adecuada para el porvenir.

Los «abogados del ángel» y la voz de la indiferencia.
Las nuevas ideas son muy frágiles y muy sensibles a las críticas. A sir Isaac Newton le afectaban tanto las críticas que, en cierta ocasión, postergó quince años la publicación de un artículo sobre óptica hasta el fallecimiento de su principal crítico. Del mismo modo, los ejecutivos que se hallan a cargo de equipos creativos pueden proteger el germen de las nuevas ideas protegiéndolas de las críticas prematuras demasiado incisivas.
Pero tan peligrosa como la duda es su hermana la indiferencia , y los ingenieros tienen un término para ella, NIA , « no inventado aquí », algo que significa que si la idea no es nuestra, no nos interesa .

Vigilancia: Exceso de alerta que termina sofocando la sensación esencial de libertad que tan necesaria resulta para el pensamiento creativo.
Evaluación: Una visión crítica demasiado prematura o intensa. Es cierto que hay que someter a la crítica las ideas creativas porque no todas son igualmente buenas y hay que pulir las más prometedoras mediante la crítica constructiva, pero la valoración prematura resulta abiertamente contraproducente.
Exceso de control: Tratar de controlar hasta el más mínimo detalle del proceso. Al igual que ocurre con la vigilancia, el exceso de control promueve una sensación de opresión que sofoca la originalidad.

Plazos inapelables: Los programas demasiado estrictos crean pánico. Si bien es cierto que un mínimo de presión puede resultar positivamente motivador, los plazos y los objetivos demasiado estrictos pueden acabar con el fértil «tiempo muerto» en el que germinan las nuevas ideas.

Manual de Inteligencia Emocional

 LO QUE NOS MOVILIZA

El » flujo » aparece cuando movilizamos todas nuestras habilidades o nos hallamos fascinados, por así decirlo, por un proyecto que exige lo mejor de nosotros. Este tipo de reto nos absorbe de tal modo que nos concentramos hasta quedar suspendidos «fuera del tiempo» y llegar a perdernos en lo que estamos haciendo. En ese estado parece que hagamos las cosas sin realizar esfuerzo alguno y nos adaptemos fluidamente a las exigencias siempre cambiantes de la situación . El estado de «flujo» es, en sí mismo, un placer. El «flujo» es el movilizador último. Nos sentimos atraídos por las actividades que nos gustan porque, cuando las llevamos a cabo, entramos en estado de «flujo». Es evidente que lo que proporciona a las personas este placer puede ser muy distinto: a un soldador puede gustarle afrontar el reto de una soldadura difícil, un cirujano puede estar completamente absorto en una compleja operación, un diseñador de interiores puede disfrutar con el diseño de formas y colores etcétera. Cuando nos hallamos en «flujo» se pone en marcha nuestra motivación y el mero hecho de trabajar en lo que nos gusta resulta una auténtica delicia.
El «flujo» nos brinda una explicación radicalmente diferente de las nociones al uso acerca de lo que motiva a la gente para trabajar, con lo cual no queremos decir que los incentivos económicos carezcan de importancia, porque siguen siendo verdaderos acicates para mantener nuestro rendimiento, pero, por más importantes que resulten los ascensos, los aumentos y las gratificaciones, los alicientes más poderosos no son tanto externos como internos.

Los incentivos habituales no son, pues, del todo adecuados para que las personas desempeñen su trabajo del mejor modo posible. El rendimiento máximo sólo se obtiene cuando hacemos lo que nos gusta y disfrutamos con ello.

Hacer las cosas cada vez mejor.
Una profesora de universidad describe del siguiente modo la razón por la cual le gusta tanto su trabajo: «Mi profesión constituye un acicate para aprender continuamente cosas nuevas. Tengo que estar muy en contacto con la realidad porque, en mi trabajo, resulta imprescindible mantenerse al día».

El límite de nuestro aprendizaje se halla en la región en la que tiene lugar la plena actualización de todos nuestros recursos y ahí precisamente es donde también se halla la zona de «flujo». El estado de «flujo» nos impulsa espontáneamente a mejorar por dos razones fundamentales: porque las personas aprendemos más y mejor cuando estamos completamente implicadas en lo que estamos haciendo y porque cuanto más ejercitamos una tarea, mejor la desempeñamos. El resultado de esta situación es una motivación continua (disfrutar del «flujo») que nos permite afrontar retos cada vez más complicados. Cuando un trabajo carece de «flujo», hasta el éxito puede provocar un curioso malestar puesto que, cuando dominamos un determinado trabajo, también aumenta considerablemente el riesgo de estancamiento, y lo que antes resultaba excitante, puede terminar volviéndose aburrido. Tal vez esto nos permita explicar por qué la mediana edad suele ser un período de cambios radicales en nuestra orientación vocacional.

«A mitad de la vida y de la carrera profesional uno suele llegar a sentir cierta inquietud, y esta inquietud puede acarrear graves consecuencias —dice un psicólogo que se dedica a la asesoría de ejecutivos—. Es entonces cuando empieza a responder a los anuncios de los «cazatalentos» aun cuando, en realidad, no desee un nuevo trabajo. Tal vez entonces comience a dedicar su tiempo y su atención a un pequeño negocio o quizá se irrite y se ponga de mal humor, comience a coleccionar coches deportivos o empiece a tener aventuras amorosas.»
Una de las causas fundamentales de este aburrimiento es que las personas ya no tropiezan con desafíos interesantes para poner a prueba sus habilidades. Entonces el trabajo, tan fácil y familiar, comienza a resultar tedioso. «Una respuesta saludable —prosigue el mismo psicólogo antes mencionado— podría ser la de asumir dentro de la empresa un proyecto nuevo y desafiante que le permita renovar su compromiso laboral.»

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